Aquilino Duque | 12 de septiembre de 2021
Lo que sé es que nada de lo que ahora veo lo había visto antes, y que no son pocas las sorpresas que nos da con la tijera y la goma arábiga este enemigo del Quijote a quien el dedo gubernamental puso en su día al frente del Instituto Cervantes.
El Marqués de Tamarón dijo de mí, en los tiempos felices en que yo era un «sexagenario con salud de hierro», al menos para pronunciar el pregón taurino de la Real Maestranza, que una de mis cualidades era la de crearme enemigos importantes. Nunca me preocupé de esclarecer la identidad ni, llegado el caso, la importancia de mis presuntos enemigos, dado que, para mí, la diferencia de modos de pensar nunca fue motivo de enemistad. Así las cosas, Tamarón, que ya tenía a sus espaldas una sólida carrera, no tardaría en ser nombrado embajador en el Reino Unido nada menos y, en Londres estaba aún, cuando salió una novela suya que me apresuré a comentarle por carta.
Yo estaba esos días en Madrid y recibí una llamada suya pidiéndome que la reseñara en Libertad Digital y que ampliara simplemente mi comentario postal. No había pasado un año y el golpe de Atocha de marzo de 2004 hizo que Tamarón renunciara a su embajada sin esperar a que lo destituyeran los beneficiarios del golpe, muy a sabiendas de que eso le costaba el dinero. Ya era el segundo embajador amigo que hacía algo parecido: Octavio Paz dejó su embajada de Nueva Delhi en 1968 tan pronto como tuvo noticia de la balacera de Tlatelolco.
En el tiempo en que, como él decía con cierta ironía, había sido «jerarca del régimen», no me escatimó favores y de entonces data mi único contacto con el Instituto Cervantes, avatar socialista del Instituto de España, sobre todo en un momento laboralmente difícil para mí en que la retirada de un libro mío por el servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla me exaltó a la envidiable condición de «enemigo público número uno de la democracia». No me faltó quien diera la cara por mí, desde el poeta sevillano Fernando Ortiz en las páginas de El País a mi antiguo amigo el profesor Cesáreo Bandera que me brindó un trimestre en la universidad de Chapel Hill, Carolina del Norte, del que saldría mi libro Actualidad del 98.
Gracias a Tamarón pasé por los Institutos de Nueva York, Viena, Munich y Utrecht, tournée que siguió a mi asistencia en Graz, propiciada por Bandera, a la reunión anual de COV&R (Colloquium on Religion & Violence), donde leí una ponencia y pude conocer al profesor Girard. También me echaría una mano en Ginebra, con la OCDE. Ya en Madrid, tuve ocasión de darle la dantesca bienvenida de «INCIPE vita nuova» por su ingreso en la oficina de esas siglas en la calle Padilla, donde no dejó de prevenirme contra el director de la revista Política Exterior, que me había, digamos, reclutado, diciendo que «era un Judas», y acertó de plano. Más de una consulta le hice cuando escribía la novela La loca de Chillán en lo tocante a las peripecias de un embajador, a las que siempre me contestó satisfactoriamente. De pronto, di en notar algo extraño cuando lo llamaba por teléfono, en las que con tono grave y patronising, se excusaba y colgaba, de suerte que era para mí un alivio cuando Isabel, siempre encantadora, era la que respondía y yo me adelantaba a dejarle el recado que fuere.
Por fin, otro marqués amigo, el de Salvatierra, que fue quien organizó lo de mi pregón taurino, me dijo que a Santiago no le había caído bien mi comentario sobre su novela. Por aquel entonces coincidimos en un programa televisivo de Sánchez Dragó al salir mi novela La loca de Chillán, que Tamarón no dejó de calificar de mala sin paliativos. Por fin podía yo ponerle un nombre a uno por lo menos de los enemigos importantes que, según él, yo me daba trazas para crearme.
No era ciertamente mi reseña de Rompimiento de gloria la primera que yo había de hecho de otras obras suyas, sobre todo de un libro tan delicioso como El Guirigay nacional con ilustraciones de su hijo Diego y una versión magistral del soneto Pied beauty, del jesuita Gerald Manley Hopkins, un auténtico tour de force de Tamarón al alimón con José Guillermo García-Valdecasas quien, por cierto, gracias también a Tamarón, me invitó a un almuerzo en el Colegio Español de San Clemente, de Bolonia.
Por fin, ese amigo «republicano» de Santander que cumplió los cien años el pasado 12 de julio, salió de su mutismo para recomendarme con «laconismo militar» de camisa vieja, el libro Por gusto, que Santiago Tamarón ha tenido la ocurrencia de editar por su cuenta en Amazon y cuya lectura ha colmado con creces las horas que he tenido que pasar hospitalizado a esta edad en que mi salud no es tan férrea como antaño. Este libro, en cuanto tal, no tiene la pretensión de serlo, de ahí que su autor, curándose en salud, lo haya editado por su cuenta, como si sólo consistiera en una colección de entradas de un cuaderno de bitácora.
De sobra sé que también lleva él uno de estos cuadernos, al que me asomo de vez en cuando y en el que ha recogido entrevistas valiosísimas con Stanley Payne, John Elliot y otros hispanistas de lengua inglesa que tanto han hecho, directa o indirectamente, por limpiar de complejos de culpa nuestra historiografía. Lo que sé es que nada de lo que ahora veo lo había visto antes, y que no son pocas las sorpresas que nos da con la tijera y la goma arábiga este enemigo del Quijote a quien el dedo gubernamental puso en su día al frente del Instituto Cervantes. Si este libro es un cajón de sastre, es un cajón de sastre enciclopédico. Sus capítulos, por llamarlos de algún modo, abarcan todo aquello que le ha ido llamando la atención a su autor en su vida profesional, en la que ha leído mucho en vario idioma, a saber, en latín, en inglés y en francés y no hay un solo texto o cita en esas lenguas que no vaya acompañado de su versión al castellano.
Tiene por supuesto sus filias y sus fobias; yo algunas las comparto ciegamente, como la que tiene hacia Sartre, y otras no tanto, como la genérica a la Institución Libre de Enseñanza o a Cervantes, Lorca, Antonio Machado o Juan Ramón que, sin embargo procura razonar, cuando en su elogio general del burro en la línea del Vasconcelos que lo exaltaba por haber redimido a los mexicas de su condición de bestias de carga, excluye a Platero, por krausista. Menos mal que ahí ya estaba yo curado de espanto, y es que hace unos años en unas jornadas juanramonianas celebradas en la jerezana Academia de San Dionisio, en las que intervine, también lo hizo una profesora gallega medio disléxica que sostuvo que Platero y yo era un libro krausista.
Los textos que se reproducen de Feijóo, cuyos juicios sobre la democracia sólo pueden parangonarse con los de Mencken o Cioran en nuestros días, se refuerzan además con citas clásicas como una de Cicerón cuando «decía que no hay disparate alguno tan absurdo que no lo haya afirmado algún filósofo». Entre los filósofos predilectos de Tamarón están d’Ors y Ortega, de los que espiga textos en los que ninguno de ellos disparata, y eso que de este último tiene sendas frases sacadas nada menos que de su España invertebrada y de su Teoría de Andalucía. Y hablando de Andalucía, el Borges de Tamarón no es el Borges que hablaba inglés con su mamá, sino el que habla en verso de Lucano y de Góngora en De la diversa Andalucía y añora a los Acevedos y Suárez de su linaje en ese poema España en el que se remonta hasta el bisonte de Altamira y el más allá de los símbolos. No deja en cambio de sorprenderme a medias la hispanofobia que Tamarón achaca al colombiano Gómez Dávila. Confieso que nunca pensé en tal cosa cuando me deslumbró con sus aforismos, pero no es el único criollo que yo haya leído o tratado para el que París no haya sido su Alma mater.
Entre los muchos temas de esta enciclopedia están aquellas cosas que en la Inglaterra victoriana estaban vedadas como tema de conversación en la mesa: la religión y la política, temas que Tamarón no rehuye ciertamente en estas páginas para deleite o desazón de los comensales que lo lean. Habla de colegas suyos como Gonzalo Puente Ojea, embajador felipista en el Vaticano y Gonzalo Fernández de la Mora, ministro de uno de los penúltimos gobiernos del Caudillo, cuya amistad estaba por encima de lo que en política los separaba. También habla de Tierno y, a este respecto, recuerdo haber presenciado, a los inicios de la Transición en un hotel de Jaén, un versallesco debate televisivo entre éste y Fernández de la Mora que me hizo concebir unas ilusiones que no tardaron en disiparse. Tamarón me hizo el honor de presentarme un libro nada menos que en la Residencia de Estudiantes, en un acto en el que hicieron irrupción de modo espectacular, cada cual por su lado, don Ramón Serrano Suñer y Natalia Jiménez de Stuckley, nieta del mismo don Manuel Bartolomé Cossío a quien Tamarón alude à contre-coeur en estas páginas. Hay una foto de esa noche que es un calco en color de otra en blanco y negro, tomada en Berlín o en Bertschesgaden, en la que Serrano Suñer departe con Hitler y el Conde Ciano, donde Serrano ocupa el mismo lugar a la izquierda del espectador con el Führer a la derecha y Ciano entre los dos, ligeramente in disparte. En la versión en color, Serrano está donde estaba, aunque con bastantes años más, Tamarón ocupa el puesto de Ciano y a mí me toca pechar con el de Hitler.
Por aquel tiempo llevamos Sally yo a Natalia, que pasaba unos días en casa, a conocer Arcos de la Frontera, donde aún vivían los hermanos Cuevas y, al llegar y ver el pueblo, la vista del castillo le impresionó. Más la impresionó el que subiéramos hasta la plaza del castillo y con toda naturalidad llamáramos a la puerta que no tardaron en franquearnos. Debía de ser sobre las cinco de la tarde, porque la castellana, Dagmar Williams, tomaba el té con sus consuegros franceses, los padres de Isabel, la esposa de Santiago. Natalia no se esperaba aquello y Dagmar, que con una señorial sencillez pasaba de un andaluz fino a un inglés impecable, no pudo recibir mejor a la nieta de don Manuel Bartolomé Cossío.
Los cien años de Ramón Carande son años en los que pasaron muchas cosas en España y en el mundo, y es mucho el partido que de ello puede sacar un investigador o un memorialista que, además, tenga buena pluma.
Alejandro Rodríguez de la Peña
La visión histórica de Adolf Hitler está llena de tópicos sobre fanatismo y oscurantismo que llevan a hacer analogías entre el Cristianismo en tiempos del Imperio romano y la Revolución bolchevique.